SANTOS
      [267]

 
   
 

     

   En la Iglesia cristiana se han cultivado desde los primeros tiempos la veneración singular a las figuras que, habiendo dado en vida un testimonio particular de piedad, ciencia y fortaleza, se les recuerda con singular admiración después de su muerte

  1. Naturaleza

   Llamamos santos o beatos a los que la Iglesia ha proclamado como tales por haber sido modelos de virtudes cristianas y ser merecedores de una veneración especial por los fieles. El hecho de colocarlos en la lista (canon en griego es lista) de los santos, de canonizarlos, otorga a esas figuras representativas una dignidad singular en las que se mezcla el reconocimiento de su santidad, la propuesta de su imitación, la invitación a la plegaria para obtener su intercesión.
   El acto de la canonización sólo puede ser realizado por el Papa de forma  solemne o de su parte. Y supone un proceso lento, sereno y maduro de análisis y discernimiento sobre los méritos espirituales y eclesiales de la figura eclesialmente canonizada.
   La costumbre actual de la inscripción canónica empalma con la primitiva ten­dencia de los cristianos de ofrecer ho­menaje público y cierta forma de culto secundario a los mártires de las persecuciones. Durante siglos, el título de santo era un reconocimiento el pueblo fiel y el recuerdo y la celebración se realizaba de forma sencilla y localizada en la comunidad a la que había pertenecido la figura.
   Con todo algunas figuras como los Apóstoles, Juan Bautista, S. Esteban y, sobre todo, la Virgen María, fueron reconocidos como santos en la primera aurora del cristianismo.
   Avanzada la Edad Media, se fue impo­niendo un proceso menos popular de proclamación de la santidad de las figuras. El primer caso conocido de un decreto de canonización es el de Udalric o Ulrico, obispo de Augsburgo, el cual fue proclamado como santo por el papa Juan XV en el año 993.
    En el siglo XII se impuso la costumbre de declarar la santidad de las figuras modélicas por parte del Papa. En 1171 Alejandro III decretó que el derecho de canonización era exclusivo de la Sede Primacial de Roma y se reservó esta proclamación de forma exclusiva.
   La ordenación legal, con todo, vendría con el papa Urbano VIII, (papa entre 1623-1644) en dos bulas promulgadas en 1625 y en 1634. Estableció el proceso para llegar a una canonización, las cuales con breves modificaciones han llegado vigentes hasta nuestros días. La reforma de Urbano VIII, experto en derecho, antes nuncio de Roma en Francia y hábil reformador de la curia y de las relaciones pontificias con los Estados, se debe inscribir en el contexto de su reorganización de la Iglesia.

  2. Proceso de canonización

  La canonización es el acto final de un largo proceso que empieza con el la propuesta de una Diócesis o de un conjunto de Obispos de cada figura que se pretende declarar santa.

    2.1 Proceso diocesano.

    Supone un tiempo de análisis de recogida de datos y de testimonios debida­mente garantizados sobre la figura que se pretende elevar al honor de los altares.
    Por regla general se deja pasar un tiempo adecuado que es muy variable y puede ir desde varios años o quinquenios hasta varios siglos. Los datos se disponen de forma judicial: los testigos, con sus aseveraciones, comparecen ante un tribunal eclesiástico local y ofrecen sus testimonios bajo juramento de veracidad. Se recogen también los escritos o documentos que se refieran a la figura examinada. Y, si procediere, se reclaman los testimonios contrarios de personas que puedan aportar objeciones.
    Todo ello se dispone en forma de expediente que debe ser remitido a la "Congregación Romana para las Causa de los Santos", con cuyo envío comienza el proceso pontificio.

   2. 2. Proceso pontificio

   Si la investigación y documentación es satisfactoria, el papa, a través de la Congregación para las Causas de los Santos, se hace cargo del proceso.

   2.2.1 heroicidad de las virtudes

   Reclama y recoge nuevos datos. Se analiza la situación y santidad de la persona por parte de diversas comisiones de teólogos y de Obispos y se terminan, de prosperar la causa, con el Decreto de Heroicidad de las virtudes y de la santidad.

   Se denomina Venerable al que ya ha recibido este decreto pontificio, si bien los usos suelen adelantar ese título de reconocimiento, desde el momento de la introducción de la causa.

   2.2.2. Beatificación

   La segunda fase se termina con la Beatificación del encausado, aunque antes tiene que haber sido objeto de determinado culto de recuerdo y de peticiones, de forma que se le deben atribuir dos milagros al menos, minuciosamente examinados o comprobados como tales por expertos médicos y por una Comisión cardenalicia que entienda en el caso. En ocasiones, basta un sólo milagro, como testimonio misterioso de la acción de Dios en relación a la persona que se pretende canonizar.
   El requisito de los milagros no es exigido para quienes han muerto por odio a la fe, es decir para los mártires. A estos sólo se les exige en la Iglesia católica la objetividad de su muerte por causa religiosa.
   La fase se termina por el acto solemne de la Beatificación por parte del Papa. La Beatificación implica todavía cierto carácter localista o sectorial en la proclamación de la figura a efectos del culto que se le pueda tributar. Por regla general los Beatos quedan centrados en la atención eclesial a la Diócesis o al Instituto que ha promovido su proceso.
   El Decreto de Beatificación es declaración solemne y oficial de que una persona observó una vida santa y puede ser venerada por hallarse ya en el cielo. Es uno de los actos dogmáticos y cultuales en los que el Papa actúa como Pastor supremo de la Iglesia y por lo tanto goza de la infalibilidad magisterial definida como Dogma en el Concilio Vaticano I

   2. 2. 3. Canonización.

   La tercera fase implica ya la inclusión del Beato en la lista oficial de los Santos de la Iglesia. Supone el incremento del culto y la realización de al menos otro milagro debidamente analizado y aprobado por los expertos correspondientes. A partir de tal aprobación, el proceso es examinado por varias comisiones de teólogos y la última tiene lugar en pre­sencia del papa, que da su conformidad final al Decreto.
    La canonización otorga la designación de santo a la persona objeto de ella. Es un reconocimiento que conlleva el culto más universal en la Iglesia.
    De no ser objeto de dispensa especial del Papa, la canonización no se hace antes de cincuenta años desde la muerte del Beato.
    La ceremonia de canonización tiene lugar, casi siempre, en la basílica de San Pedro, en el Vaticano. Es una de las funciones litúrgicas más solemnes y sobresalientes de la Iglesia.
    Los santos antiguos, hasta el siglo XII, no pasaron estos procesos complicados. Se habla entonces de "canonización equivalente" y se basa en la aceptación de la tradición de la Iglesia hecha por la liturgia antigua o por alguna aprobación papal previa a la fecha de la normativa de Urbano VIII.
    En la Iglesia ortodoxa de Oriente, el proceso de canonización está más simplificado y es realizado por el Sínodo de los Obispos locales, variando las formas entre las diversas Iglesias autocéfalas en que se distribuye la Ortodoxia. Se puede actuar con una actitud más social y hasta política, como la del Patriarcado de Moscú cuando canonizaba en el año 2000 a la familia imperial asesinada en la Revolución comunista de 1917; o ser más exigentes y selectivas, como hacen las Iglesias Ortodoxa de Constantinopla, Grecia o Jerusalén, entre las 16 Iglesias autocéfalas o autónomas que actualmente componen la Ortodoxia.

   2.2.4. Reconocimientos especiales

   A veces algunos santos conllevan títulos particulares que implican especial reconocimiento en la Iglesia
   -  En general, merecieron histórica veneración y culto los llamados confesores, que son los que se presentaron como modelos de vida cristiana y de amor al Evangelio: confesaron con su vida la fe que profesaban.
   También se tributó especial culto de admiración y plegaria la os mártires, que con más o menos voluntariedad dieron su vida por Cristo de forma violenta.
   Las vírgenes que consagraron a Jesucristo su vida, corazón y actividad apostólica o de oración contemplativa, también significaron ejemplos admirables de vida evangélica.
   - Y en particular, la Iglesia reclamó otros títulos para determinadas funcio­nes significativas en su seno.
    Los Apóstoles y Evangelistas fueron los primeros, junto con los personas singulares que aparecen en el Evangelio: Juan Bautista, s. José, María Magdalena, por ejemplo.
    Los Papas tuvieron una resonancia especial, por lo que representaron siem­pre como sucesores de S. Pedro y gobernantes de la grey confiada.
    Los diversos Patronos de algunas localidades, naciones, tareas y oficios o situaciones especiales merecieron cultos y conmemoraciones siempre edificantes, festivas y alentadoras.
   Los Doctores fueron mirados con admiración por su sabiduría y por los escritos orientadores que dejaron para edificación de la comunidad cristiana
   Los Fundadores de Institutos, Monasterios y Sociedades religiosas, dejaron en sus seguidores un espíritu carismático que se prolongó con frecuencia durante siglos.
   Incluso los santos ángeles, sobre todo lo que aparecen en la Biblia con nombre original o simbólico: Miguel, Rafael, Gabriel, fueron objeto de culto singular.
   Ni que decir tiene que la santísima entre las santas y "Reina de todos los santos", fue siempre María, la Madre de Jesús.

 

   

 

  3. Reliquias

   La Iglesia ha tenido siempre una veneración especial por las reliquias de los santos: sus restos mortales, sus escritos, sus objetos personales, los lugares donde vivieron.
   El culto a las reliquias de los santos es tradición de respeto y de homenaje, no de superstición y de creencias improcedentes. Es lícito y piadosos venerar las reliquias de los santos por lo que recuer­dan no por lo que son.
   El Concilio de Trento hizo la siguiente declaración: "Los fieles deben también venerar los sagrados cuerpos de los santos mártires y de todos los demás que viven con Cristo" (Denz. 985 y 998)
   Y es que la Iglesia siempre miró esos cuerpos de los santos como miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo. Dios concede con frecuencia gracias especiales a través de esos restos que avivan la piedad de los fieles y les hace pensar más en la eternidad, en donde brillan ellos como modelos e inspiradores de vida cristiana.
   Es cierto, como pretendió Lutero al negar legitimidad al culto a las reliquias, que no hay explícita referencia a ellas en la Escritura, salvo algunas leves alusiones: cuerpo de José llevado al salir de Egipto (Ex. 13. 19); veneración de los huesos de Eliseo, que resucitaron un muerto (2 Rey. 13, 21); manto de Elías que abrió camino en el Jordán (2 Rey 2. 13). Inclu­so se narra en los Hechos cómo los cristianos de Éfeso curaban enfermos con los pañuelos y delantales de San Pablo y se alejaban los espíritus malignos. (Hech. 12. 12)
   Pero no es menos cierto que el sentido de la Iglesia es también una regla de fe y de comportamiento cristiano y siempre en ella se ha sentido vivo afecto por esta veneración. Las reliquias no fueron nunca en sí mismas objeto de culto, sino estímulo para el culto de aquellos a quienes pertenecieron.
   De manera especial fueron objeto de afecto las reliquias de los mártires. En el "Martyrium Polycarpi" del siglo II se refiere cómo se recogieron en Esmirna los huesos del obispo mártir, por ser "más valiosos que las piedras preciosas y más estimables que el oro" (18.2), y los depo­sitaron en un lugar conveniente. (18. 2)


   4. Imágenes

   Más disensiones que las reliquias se suscitaron en los tiempos antiguos por motivo de las imágenes de los santos y de los mártires. La Iglesia siempre de­fendió como lícito y provechoso el venerar sus figuras y representaciones por ser un recordatorio conve­niente y vivo de sus virtudes y dones.
   Gracias a ese criterio, además de sus beneficios espirituales y mo­rales para el hombre, se ha desarrolló el arte cristiano (escultura, pintura, bordados y repujados, etc.) a lo largo de dos milenios.
   La veneración tributada a estas imágenes, evidentemente, es simple señal de respeto, y adaptación a los lenguajes sensoriales de los hombres de todos los tiempos y culturas, no actitud fetichista y cuasiidolátrica.

   4.1. Los iconoclastas.

   Los negadores de esta práctica surgieron en el siglo VI. Y la lucha de opiniones estuvo llena de connotaciones políticas y rivalidades culturales.
   La iconoclasia (del griego, eikon, 'imagen'; kloein, 'romper'), supuso un rechazo, so pretexto de idolátrico, de este culto. Se aferraron muchos teólogos y pastores bizantinos del siglo VI y del VII a una postura adversa. Se agudizó entre los años 726 y 730 con el Emperador León III el Isáurico, que prohibió su uso en todo su imperio. A su decisión se opuso el Papa en Roma, pero en Constantinopla predominó el designio imperial y se destruyeron todas las imágenes con figuras humanas, al tiempo que se producía la persecución de muchos cristianos por su hijo y sucesor Constantino V.
   Al llegar al reino la Emperatriz Irene cambió la persecución de signo y fueron los iconoclastas los perseguidos sangrientamente.
   Tal herejía fue condenada en el II  Concilio de Nicea (787). El Papa Adriano I ratificó los decretos del II Concilio de Nicea, poniendo fin a la controversia sobre la veneración de imágenes. Rebrotó la oposición iconoclasta en el siglo­ IX y terminó con las decisiones de la Emperatriz Teodora II, impuesta en el Sínodo del año 843.

   4.2. Argumentos ortodoxos

   La razón más fuerte contra los herejes de la iconoclasia, fue formulada por San Juan Damasceno, que aclaró el valor meramente rememorativo de cualquier imagen y la veneración a las personas a que ellas aludían. Negar el valor de las figuras abría la puerta a negar la encarnación de Cristo, dogma fundamental de la fe cristiana. Por el nacimiento terreno de Cristo, se hizo posible su representación humana. La figura participa, en cierto sentido, de la grandeza del figurado. El rechazo de estas imágenes de Cristo, por lo tanto, conduce de modo automático al rechazo del mismo Jesús.
   El movimiento iconoclasta afectó gravemente al arte bizantino y debilitó al mismo Imperio de Oriente, pues estimuló las luchas y las disensiones con el Papa y abrió una brecha entre la cultura latina y la bizantina.
   Al alejarse Occidente de Bizancio y establecer mejores vínculos con los francos que iban surgiendo como poder alternativo, el Em­perador bizantino perdió los apoyos de Roma, precisamente en el tiempo en que los mahometanos avanzaban por Oriente. Ellos, por cierto, traían las mismas ideas y actitudes opuestas a toda representación humana en sus expresiones artísticas religiosas.
  La cuestión de las imágenes más fue un pretexto sociopolítico de desavenencia entre grupos e intereses opuestos, que un elemento religioso serio.

   4.3. Doctrina católica

   El concilio de Trento renovó la defen­sa de las imágenes sensoriales de los ideales y de los personajes religiosos, sobre todo ante la antipatía que expresa­ban los Reformadores protestantes por la inconografía de los Santos y de María.
   En el Concilio se recordó la doctrina oriental ortodoxa: "El honor que se tributa a las imágenes se refiere a los modelos que ellas representan, no a las mismas imágenes." (Denz. 986 y 998).
   La prohibición en el Antiguo Testamento de construir y venerar imágenes (Ex. 20, 4), en la cual se basaban los adversarios de tal culto, no suponía un argumento bíblico de especial importancia, pues era un simple procedimiento pedagógico para preservar a los israelitas de la idolatría de sus vecinos.
   Por otra parte, también se habla en el Antiguo Testamento de figuras y objetos de vene­ración como lo eran el Arca de la Alianza (Ex 25. 18) en la que se hallaban representados dos querubines de oro (Num. 21. 8). Del mismo modo Moisés mandó hacer una serpiente de bronce para efectos religiosos. (Num. 21.4-9)

  5. Educación sobre los san­tos

  Primitivamente, las imágenes no tenían otra finalidad que la de instruir, a través de la memoria, y de exhortar, por medio del sentimiento.
   Los gestos de veneración a las mismas: ósculos, reverencias, cirios encendidos, incensaciones, etc. se desarrollaron princi­palmente en la iglesia oriental desde los siglos V al VII. Y se mantuvo como lenguaje pedagógico durante toda la Historia cristiana
   Ha sido un valor educativo que es bueno conservar, apoyar, ilustrar y personalizar, de modo que se eliminen todos los resabios fetichistas que en personas menos cultas pueden surgir, pero que se mantengan en lo que deben ser en el proceso de la formación de la fe.
   De manera particular hay que resaltar el valor formativo del arte religioso: tanto de las representaciones de los personajes religiosos, como del gran poder descriptivo, narrativo o representativo que posee la pintura, la escultura y las llamadas artes menores. En catequesis, el arte se convierte en lenguaje estable que se integra en la persona en los años infantiles y contribuye a mantener toda la vida lo que por su medio se llega a conocer.
   Por eso es recomendable su uso desde criterios de adaptación, de selección, de calidad, de oportunidad, de objetividad y de pluralidad.
   Prueba de su alto valor comunicativo es su extensión universal en el tiempo y en el espacio. No hay pueblo ni época que no haya puesto en circulación un arte religioso peculiar, expresivo, vivencial y carismático. Gracias a él se ha sostenido y divulgado el credo que dominaba en el artista, en la comunidad, en la Iglesia que lo asume y promociona.
   Si la iconografía y la imaginería son lenguajes humanos sobre valores divinos, hay que cultivarla de forma de forma adecuada y prudente.

 

Un fiesta de Beatificación o Canonización en Roma